jueves, 15 de julio de 2010

DE LA VIDA REAL

Mi vida como geisha
Por Komomo
Yo quería hacer realidad un sueño. Me costó muchos sacrificios poder entrar en un mundo sofisticado, pero también muy exigente. Esto es lo que tuve que aprender para lograrlo. Soy japonesa. Nací en México, donde mis padres vivieron un tiempo. Cuando todavía era chica, volvimos a Japón. A veces mis papás y mi abuela me vestían con quimono, y a mí me encantaba. Poco a poco me fui interesando más en la cultura japonesa, y convencí a mis padres para que me dejaran visitar Kioto, la antigua capital de Japón. Me enamoré perdidamente de la ciudad y de sus tradiciones.
Al crecer, mi fascinación se hizo aún mayor, y con el tiempo me condujo a los hanamachi, o distritos de geishas, y a las geiko, como llaman a estas en Kioto. Para mí, ellas representaban el estilo y la sofisticación. Cuando terminé la escuela primaria, mis padres me preguntaron si quería ir a vivir a China, pues a mi papá lo iban a transferir allí por trabajo.
El momento decisivo de mi corta vida llegó cuando mi madre me mostró un artículo de diario sobre una mujer llamada Koito, la primera geiko de Kioto que tenía un sitio propio en Internet. Me emocioné tanto que inmediatamente le envié a la señora Koito un mensaje electrónico en el que le decía que quería convertirme en maiko, o aprendiz de geiko. Podrán imaginarse mi alegría y mi sorpresa cuando ella respondió que estaba dispuesta a iniciarme.
Antes de que transcurriera otro año, dejé a mis padres en China y volví a Kioto para ponerme en manos de la señora Koito. Fue el principio de mi anhelada aventura como maiko. Acababa de cumplir 15 años. Como aspirante a geisha, tenía muchas cosas que aprender y muchos deberes que cumplir. Todos los días me enfrentaba a cosas que no entendía; a veces parecía que las calles del distrito de Miyagawa estaban llenas de minas antipersonales a punto de explotar en mi cara. Era como estar en la escuela día y noche, los siete días de la semana.
El horario de una maiko es muy estricto. Desde cerca de las 6 de la tarde hasta entrada la noche, debía yo asistir a una ozashiki, o función artística. Las ozashiki por lo general se celebran en una de las casas de té, aunque a veces también se realizan en restaurantes y hoteles. Se contrata a las geiko para que actúen y entretengan a los clientes, y también deben servirles bebidas y conversar con ellos.
En ese entonces, la práctica ocupaba la mayor parte de mi tiempo. Como maiko, se suponía que debía aprender a cantar y a tocar el shamisen y otros instrumentos musicales, a realizar la ceremonia del té y, por supuesto, a bailar. En lo que más tenía que concentrarme era en la práctica del baile. Una maiko debe aprender dos tipos distintos de baile para cada mes del año, y ejecutarlos frente a los clientes en las ozashiki.
Aprender tan sólo un baile me llevaba mucho tiempo. Cada sesión de práctica duraba entre 45 minutos y una hora, y debía asistir a tres o cuatro sesiones para aprender los pasos básicos de un solo baile. Al principio, tardé más de 10 sesiones en dominar algunos de los bailes.
Por ser la alumna más joven, tenía la obligación de atender a la maestra de baile. Eso implicaba llenar su taza de té cada vez que quedaba vacía, y cerciorarme de que la bebida no estuviera ni muy caliente ni muy fría. También tenía que esperar a que todas las estudiantes mayores, a las que llamamos sempai, la saludaran para poder hacerlo yo.
Cuando me inicié como maiko, me aterraban las sempai; siempre se enojaban conmigo por una u otra razón, y parecía que yo no les daba gusto con nada. Como les tenía tanto miedo, a veces las saludaba antes que a la maestra, e incluso antes que a los clientes en la ozashiki. Como es lógico, cuando esto ocurría, ellas se enojaban mucho conmigo por no saludar primero a la maestra o a los clientes, lo cual me hacía temerles más.

Al analizar esto hoy, me doy cuenta de que cerca del 90 por ciento de mi educación como maiko consistió en tratar de sobrevivir cada día.


Todas las mañanas me despertaba alrededor de las 10. Después de ponerme mi quimono menos formal, tenía práctica de artes escénicas, y a la hora del almuerzo visitaba cada una de las casi 40 casas de té del distrito de Miyagawa, donde se celebran muchas ozashiki.
En una de mis primeras ozashiki, una sempai me preguntó frente a los clientes qué baile me gustaría interpretar. Cuando respondí muy alegre el nombre de un baile que me gustaba en particular, ella se puso furiosa. Por supuesto, ahora sé que su enojo era parte de mi educación: para parecer humilde y modesta, debía haberme negado a contestar.
Por extraño que parezca, jamás me pasó por la mente dedicarme de lleno a ser una geiko. Durante todos esos años, pensé mucho en lo que quería hacer cuando acabara mi período de entrenamiento. Había muchas cosas que deseaba realizar: estudiar en el exterior, aprender inglés y tal vez estudiar a fondo la cultura y el folclore japoneses. Sin embargo, dos meses antes de la fecha en que debía abandonar el hanamachi, me di cuenta de cuánto me gustaba este mundo. Pensé en todas las cosas que aún debía aprender, y me sentí avergonzada de haber creído que podía lograr todo lo que deseaba en sólo seis años. Decidí comentarle a la señora Koito que quería convertirme en geiko.
Resolvimos que me graduaría como geiko el 8 de diciembre de 2005. Pero antes yo debía pasar por el período de sakko, que en nuestra casa de geishas dura 15 días. Tenía que usar un quimono formal negro durante cinco días; luego uno de colores por cinco días, y después el negro otra vez. Pronto me di cuenta de que las ozashiki son completamente distintas para las geiko. A las aprendices se las suele ver como estereotipos; nadie se molesta en conocer al ser humano que hay detrás del maquillaje. En cambio, a las geiko se las ve como mujeres con una personalidad y un nombre únicos. Para las maiko, lo más importante es mostrar la imagen que la gente tiene de ellas; las geiko, en cambio, se pueden mostrar tal como son. Después de toda mi preocupación por convertirme en geiko, finalmente me sentí liberada.

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